LA VIDA RECOBRADA
¿Me reconocerán los ojos de esta muchacha
en el hueco del viento cuando yo me haya ido?
Esta muchacha sentada frente a mí todas las mañanas,
camino de clase no se sabe donde,
vendrá este lunes de unos brazos nocturnos
y luego habrá dormido con el sueño tranquilo de los pájaros exhaustos.
Se sonrojaría el obispo ceñudo que ordenó de nuevo que dios es uno y trino
si viese desde su palacio de cacique madrileño
el piercig de su vientre de canela, esa lágrima de plata colgada y sola,
suspendida al borde del abismo donde duermen sus bragas,
sueño de tantos adolescentes a los que les llegó la hora de la vida,
o el contorno del encaje que cobija tras la blusa
sus dos pechos erguidos y nostálgicos ahora de caricias y vísperas,
como dos náufragos obstinados que se alejan de la costa
para volver con más hambre en los anocheceres solitarios.
Esta muchacha enamorará sin duda hoy a su profesor de cuántica.
Y al bedel adicto siempre al régimen legalmente establecido,
cargado de motes, trienios y seguridad en el empleo,
cancerbero de la moral como dios manda, hoy mataría por ella.
Y al compañero de pupitre que vino del pueblo para hacerse hombre,
mientras espía a los gorriones urbanos desde las ventanas viudas
o hace guardia frente a la cartelera donde reina matrix.
No sé el nombre de esta muchacha ni lo sabré nunca.
¿Por qué es tan bella y no me asombro?
Quizás porque su pelo tiene el sosiego de las melodías morenas,
quizás porque su mirada invita al fervor,
evoca a las placitas íntimas donde los ancianos musitan:
mi nieto tiene una novia extranjera,
como no la meta en cintura,
los niños presumen de padre mientras ríen, juegan o meriendan
y los enamorados se equivocan jurándose amor eterno.
Su mirada me trae el recuerdo de las alamedas umbrías
con peregrinos y palabras como aire, paloma, novia o beso,
palabras que nunca hicieron daño, tantas como cobijaron aquellos años
donde el dibujo del porvenir que nos esperaba siempre era blanco.
Evoca las vegas armoniosas y el jolgorio de las acequias,
el patio chico de aquella escuela con acacias y niños mudos de posguerra
que nunca tuvieron nombre (no sabrían qué hacer con él),
como las cigüeñas o las extrañas escocesas
que habitaban los veranos y aquella lejana memoria de mí mismo,
las acacias que se alimentaron de juegos infantiles y recuerdos suicidas,
los patios de murmullos que ahora parecen de tecnicolor o seda,
los prados de acederas o las noches de armonía
que declinaban con la segunda virgen, lejana ya la siega;
quizás también el tiempo inmóvil, que sé yo si soy solamente un hombre
que la mira mientras mi corazón parece que sonríe
por la vida tan fácilmente recobrada este instante del lunes.
La miro y ella no me ve, no me verá nunca.
Aunque un día el tiempo pasará y lloverá sobre su corazón,
el tiempo es una espada que nos hiere a todos
con un dolor humilde que nadie nota ni proclama.
Y ella verá pasar también la vida mientras los demás viven.
Pero ahora mira sin ver, es su momento de gloria,
mientras yo me bajo en la próxima parada:
calle de medio siglo, esquina a la melancolía.
Entre ella y yo se derrama la distancia, su comprensible indiferencia,
tan cierta como la ausencia de los dos un siglo,
cuando yo me haya ido sin que ella sospeche
que la amé levemente quizás como se ama un instante
de la felicidad que pasa como una brisa casi imperceptible.
Esta muchacha sentada frente a mí todas las mañanas me enseña
que la vida se extiende entre dos días
y más allá solo está el olvido.