Paseo de Las ÚRSULAS

Paseo de Las ÚRSULAS
PASEO DE LAS ÚRSULAS(Salamanca).-Por José Luis Pérez Pablos

viernes, 7 de noviembre de 2014

A CÁNDIDA.-Por José María Gabriel y Galán.

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A Cándida

I
¿Quieres, Cándida saber
cuál es la niña mejor?
Pues medita con amor
lo que ahora vas a leer.
La que es dócil y obediente,
la que reza con fe ciega,
con abandono inocente.
la que canta, la que juega.
La que de necias se aparta,
la que aprende con anhelo
cómo se borda un pañuelo,
cómo se escribe una carta.
La que no sabe bailar
y sí rezar el rosario
y lleva un escapulario
al cuello, en vez de un collar.
La que desprecia o ignora
los desvaríos mundanos;
la que quiere a sus hermanos;
y a su madrecita adora.
La que llena de candor
canta y ríe con nobleza;
trabaja, obedece y reza...
¡esa es la niña mejor!

II
¿Quieres saber, Candidita,
tú, que aspirarás al cielo,
cuál es perfecto modelo
de cristiana jovencita?
La que a Dios se va acercando,
la que, al dejar de ser niña,
con su casa se encariña
y la calle va olvidando.
La que borda escapularios
en lugar de escarapelas;
la que lee pocas novelas
y muchos devocionarios.
La que es sencilla y es buena
y sabe que no es desdoro,
después de bordar en oro
ponerse a guisar la cena.
La que es pura y recogida,
la que estima su decoro
como un preciado tesoro
que vale más que su vida.
Esa humilde jovencita,
noble imagen del pudor,
es el modelo mejor
que has de imitar, Candidita.

III
¿Y quieres, por fin, saber
cuál es el tipo acabado,
el modelo y el dechado
de la perfecta mujer?
La que sabe conservar
su honor puro y recogido:
la que es honor del marido
y alegría del hogar.
La noble mujer cristiana
de alma fuerte y generosa,
a quien da su fe piadosa
fortaleza soberana.
La de sus hijos fiel prenda
y amorosa educadora;
la sabia administradora
de su casa y de su hacienda.
La que delante marchando,
lleva la cruz más pesada
y camina resignada
dando ejemplo y valor dando.
La que sabe padecer,
la que a todos sabe amar
y sabe a todos llevar
por la senda del deber.
La que el hogar santifica,
la que a Dios en él invoca,
la que todo cuanto toca
lo ennoblece y dignifica.
La que mártir sabe ser
y fe a todos sabe dar,
y los enseña a rezar
y los enseña a crecer.
La que de esa fe a la luz
y al impulso de su ejemplo
erige en su casa un templo
al trabajo y la virtud...
La que eso de Dios consiga
es la perfecta mujer,
¡y así tienes tú que ser
para que Dios te bendiga!

Las hazañas de «Coral»
Con la canana llena
de municiones,
y el morral atestado
de provisiones,
la escopeta brillante
como unas ascuas,
el Coral tan alegre
como unas Pascuas,
la petaca bien llena
de cigarrillos
y las manos metidas
en los bolsillos,
salíme ayer al coto
muy de mañana,
dispuesto a no dejarme
tórtola sana,
ni perdiz, ni conejo
que no matase,
ni codorniz, ni liebre
que lo contase.
¡Qué mañanita hacía
tan deliciosa!
¡Qué brisa la del monte
tan olorosa!
¡Qué aurora tan radiante!,
¡qué algarabía
de pájaros cantores
la que se oía!
Henchía los pulmones
un airecillo
con aromas de espliegos
y de tomillo;
flotaban las neblinas
en la hondonada,
bramaban los becerros
en la majada,
las alondras corrían
por los caminos,
las urracas chillaban
en los espinos,
silbaban los vaqueros,
cantaba el cuco
y graznaba el imbécil
abejaruco.
Al salir el sol claro
del nuevo día,
todo resucitaba,
todo reía.
Esponjaban sus plumas
las tortolillas,
desplegaban el moño
las abubillas,
saltaban los pardillos
junto a la fuente,
se bañaban los tordos
en la corriente,
dormitaba el milano
sobre el peñasco,
el lagarto bullía
bajo el carrasco,
y metiendo el piquito
bajo las alas,
se espulgaban las firras
y las zorzalas.
¡Vaya una mañanita
la tal mañana!
¡Vaya un olor a heno
y a mejorana!
Mi perro retozaba
como un ternero.
¡Es el perro más bruto
del mundo entero!
«Vamos, Coral -le dije-,
basta de bromas
y echemos una mano
por estas lomas.
Si tienes buenos vientos
y me obedeces
yo te he de dar el premio
que te mereces;
pero si eres muy loco,
si eres muy malo,
te daré pocos mimos
y mucho palo.
Cuando caiga una pieza,
vas a buscarla,
y la traes en la boca
sin destrozarla.
No hagas barbaridades
sin ton ni fruto,
mira que tienes pinta
de ser muy bruto,
y si me armas alguna
por ser violento,
te pego una paliza
que te reviento.»
El perro me miraba
como un idiota,
sin menear siquiera
la cabezota;
yo seguí mis sermones,
mas de repente
levantó una pataza
tranquilamente,
y ante mis propias barbas
hizo una cosa
poco limpia y muy poco
respetuosa.
Al empezar la mano,
junto al camino,
vi posada una alondra
sobre un espino;
la tiré; cayó muerta
y a escape el perro
la apresó en sus enormes
dientes de hierro.
¡No le duró en la boca
medio minuto!
¡Yo no he visto en mi vida
perro más bruto!
Se tragó el pajarillo
más fácilmente
que se traga una píldora
Pé de la Fuente.
Y mientras yo, furioso,
le reprendía,
me miraba el imbécil
y se lamía.
«¡Tragaldabas, idiota,
-le dije al punto-:
si la hazaña repites,
te descoyunto!
¡Si vuelves a las mismas
hoy mismo mueres!
¡Tragaldabas, idiota!
¡Qué bruto eres!

En el mismo momento
de estar hablando
una tórtola cerca
pasó volando.
La tiré como quise,
rompíla un ala
y cayó redondita
como una bala.
Lanzóse encima el perro
medio aturdido,
le llamé quince veces
a grito herido
y no le dio la gana
de respetarme,
ni de dejar la tórtola,
ni de escucharme.
Cuando yo fui corriendo
donde él estaba,
de la tórtola herida
sólo quedaba
una pluma de un ala,
la cabecita,
y dos o tres dedillos
de una patita.
Y el bárbaro del perro
vuelta a mirarme,
y hasta alzó las manazas
para halagarme.
Quise ahogarle allí mismo,
mas tuve calma
y le dije muy serio:
«Coral del alma,
como eres tan brutazo,
tú habrás creído
que has hecho ya dos gracias;
¡pues no, querido!
Has hecho dos gansadas
de las peores
que pueden hacer perros
de cazadores.
¡U obedeces a ciegas
si yo te miro,
o antes de diez minutos
te pego un tiro!»
Y seguimos cazando
tranquilamente
por la falda suave
de la pendiente.
De pronto, salen juntas
cuatro perdices,
que a poco no se posan
en mis narices;
apunté a la primera,
llamé la llave
y cayó como un trapo
la pobre ave.
El Coral, más ligero
que una centella,
de cuatro o cinco saltos
se echó sobre ella.
Yo ya no me entretuve
con más llamadas
y llegué donde el perro
de tres zancadas.
¡Yo no he visto en mi vida
perro más bruto!
Si llego a entretenerme
medio minuto,
no tengo ni el consuelo
de ver la huella
del cuerpo de la hermosa
perdiz aquella.
¡Gracias a que el muy bruto
se la quería
tragar de un par de golpes
y no podía!
Lo cogí, lleno de ira,
de una orejaza,
le metí la escopeta
por la bocaza,
y así pude arrancarle
de los dientazos
la perdiz destrozada
casi en pedazos.
Pareciéndome aquello
castigo chico,
le pegué diez cachetes
en el hocico,
le puse a las narices
la perdiz muerta
y le dije indignado:
«¡Boca de espuerta!
El buen perro no come
pieza que cobra.
Di: ¿no tienes en casa
pan que te sobra?
Traga-buches, infame,
mal educado,
¿sabes que mis sermones
te han reformado?
No te mato ahora mismo
de un estacazo
porque soy menos bruto
que tú, brutazo;
mas como mi consejo
no te aproveche,
yo le diré al tío Pincos
que te escabeche.
Si vivir siempre a gusto
conmigo quieres,
medita, Coralito,
lo bruto que eres,
y si es que tu torpeza
no tiene cura
le encargaré al tío Pincos
la sepultura.
Vámonos hoy a casa.
Yo te perdono
y no quiero guardarte
rencor ni encono.
Solamente hoy te impongo
como castigo,
contarle tus hazañas
a un buen amigo
que también tiene un perro
tocayo tuyo,
solo que tú no llegas
a donde el suyo.
¿Quieres saber la causa?
Pues te la digo:
¡Es... que tú eres más bruto
que el de mi amigo!»
Mal educado estaba el gran Coral,
pero ya no está mal; está muy mal.
Ya no come las piezas que levanta,
pero hace algo peor: me las espanta.
¡A este perro cerril no hay quien lo dome!
La caza que le mates, se la come,
y si piezas de caza no le matas,
se dedica a cazar grillos y ratas.
Por ver si muda de conducta y traza
llevélo ayer a Peñalniño a caza.
Peñalniño es un cerro alto, gigante,
al cerro de la Cruz muy semejante:
pero está más tendido, es más bajito,
más abundante en caza y más bonito.
¡Hasta estos pedacitos de la sierra
son aquí más bonitos que en tu tierra!
Pues, como iba diciendo, fuime al cerro
y me llevé los galgos con el perro
a ver si este gandul se enmienda algo
yendo a mi lado y entre galgo y galgo.
¡Como no lo reviente o lo deslome,
a este perro cerril no hay quien lo dome!
¡Y menos mal que ha demostrado, al menos,
que tiene vientos, pero vientos buenos!
Mas es un bruto que, en oliendo caza,
pierde el juicio, el respeto y la cachaza.
Cuando entramos ayer en cazadero,
cazaba con tal calma y tal salero
que me obligó a pensar subiendo al cerro:
¿Si habré sido yo ingrato con el perro?
¿Si al juzgarle me habré yo equivocado
y le habré injustamente calumniado?
Ese modo de andar, esa cachaza,
esas posturas de excelente traza,
esa dilatación de las narices
que acaso ya ventean las perdices,
ese cuello tendido hacia adelante,
esa mirada vaga, chispeante,
y ese modo de alzar su gran cabeza
buscando el viento de la oculta pieza,
son indicios, al menos, de que el perro
sabe que está cazando en este cerro.
Si echa una pieza y se la tiro, y cae,
y sabe obedecerme, y me la trae,
-¡me acabé de lucir, Coral querido!-
tendré que confesar que te he ofendido
y que tienes un amo muy ligero,
calumniador, injusto y embustero.
Así iba yo pensando tristemente
cuando el perro se para y, de repente,
cerro arriba arrancó como un venablo,
¡como alma de ladrón que lleva el diablo!
¿Serán conejos o serán perdices
lo que van venteando sus narices?
-¡Coralito -le dije-, espera un poco!
¡Espérame, Coral, y no seas loco!
¡¡Ven aquí, Coralón, no me impacientes!!
¡¡Coralazo, gandul, así revientes!!
Y gritando y corriendo tras el perro,
por la cuesta más áspera del cerro
se me fueron los pies por un peñasco,
y de cara caí sobre un carrasco.
Sin respirar me levanté ligero,
recogí la escopeta y el sombrero
y rascándome un poco las narices,
de nuevo eché a correr tras las perdices.
¡Todo fue inútil! El gandul del perro,
las echó hacia la cúspide del cerro,
y viéndolas volar quedé parado
con la boca entreabierta y atontado.
Además de quedarme sin perdices,
pude también quedarme sin narices.
Se redujo la cosa a un arañazo,
un pequeño chichón y un buen zarpazo;
pero, aun librando bien, aquel que quiera
saber lo que es caer de esa manera,
¡que se deje rodar por un peñasco
y se caiga de cara en un carrasco!
El perro regresó triste y arisco
y sentóse a la sombra de un torvisco;
yo no quise ni hablarle de perdices,
ni siquiera enseñarle mis narices,
¡Al que no se hace bueno con sermones,
se le obliga a ser bueno a pescozones!
Le di media docena de primera,
mimé a los galgos para que él lo viera,
fumé un cigarrillo, descansé un poquito
¡y adelante otra vez, que es tardecito!
Del prado Verdinal, junto a la esquina,
en una carrasquera chiquitina,
de nuevo el perro se quedó parado
y púseme en seguida yo a su lado,
dispuesto a fusilar lo que saliera
de aquella miserable carrasquera.
Yo, por más que miré nada veía,
pero el perro la muestra no rompía;
y ante fijeza tal y tal postura,
me dije para mí: ¡liebre segura!
-¡Entra, Coral! -le dije al verle inerte.
-¡Entra, Coral! -le repetí más fuerte.
-¡Entra, Coral! -grité por vez tercera;
y el perro se lanzó a la carrasquera.
¡Oh vergüenza! ¡Oh dolor! ¡Oh triste chasco!
En lugar de salir de entre el carrasco
una liebre a saltar de mata en mata,
salió un lagarto de cabeza chata,
lomo verdoso, vivarachos ojos
y blanca panza con puntitos rojos.
Lo mismo que un ratón que ha visto al gato,
salió azarado el bicharraco chato,
y el perro se lanzó tras él más listo
que el gato hambriento que al ratón ha visto.
A cambio de un mordisco en una mano,
diole el perro un zarpazo soberano,
echóle el diente y el reptil arisco
le atizó en el hocico el gran mordisco.
Debió ser un mordisco sandunguero
porque el perro gruñó muy lastimero,
flojó los dientes, escurrióse el bicho
y cojo y todo se metió en su nicho.
A casita, Coral, que el sol se pone
y es posible que el morro se te encone.
Te doy mi enhorabuena más cumplida
por la dulce caricia recibida,
y me alegra en el alma, buen amigo,
de ver, tras tu pecado, tu castigo.
¿Confunden todavía tus narices
los lagartos con liebres y perdices?
Pues aprende, gandul, que esa es tu ciencia;
aprende a distinguir; y en penitencia,
mientras los dientes del lagarto alabo,
¡te rascas el hocico con el rabo!

La fuente vaquera
Lejos, bastante lejos,
del pueblo mío,
encerrado en un monte
triste y sombrío,
hay un valle tan lindo
que no hay quien halle
un valle tan ameno
como aquel valle.
Entre sus arboledas,
por la espesura
solitaria y tranquila,
corre y murmura
una fuente tranquilina
y bullanguera,
a que dieron por nombre
Fuente Vaquera.
Está tan escondida
bajo el follaje,
guarda tanto sus aguas
entre el ramaje,
que cuando por el valle
va murmurando
toda clase de hierbas
va salpicando.
Unas veces sonríe
dulce y sonora,
y otras veces parece
que gime y llora,
y siempre de sus aguas
el dulce juego
arrullando, produce
grato sosiego.
Allí pasan las horas
en dulce calma,
allí meditar puede
tranquila el alma,
y todo son consuelos
para el que llora
al pie de aquella fuente
fresca y sonora.
¡Todo es allí sosiego,
calma, tristeza!
Las auras, que suspiran
en la maleza...
Los pájaros, que cantan
en la espesura...
El agua, que en el valle
corre y murmura...
Los arrullos del viento,
gratos y mansos...
Los juncos que vegetan,
en los remansos...
Los claros resplandores
del sol naciente,
que asoma entre vapores
por el Oriente...
Las tórtolas que arrullan
con armonía,
convidando a una dulce
melancolía...
¡Todo, en fin, allí aleja
presentimientos,
trayendo a la memoria
mil pensamientos,
y adormeciendo el alma
con impresiones
que convidan a dulces
meditaciones!...
Tal es Fuente Vaquera,
la hermosa fuente
que murmura en el valle
tan sonriente,
que en su margen tranquila
cantan amores
tórtolas, colorines
y ruiseñores.
Una hermosa mañana
de junio ardiente
salió el sol como nunca
de refulgente,
y pájaros y flores
con alegría
la bienvenida daban
al nuevo día.
Elevábase el astro
con gran sosiego,
esparciendo sus rayos
de luz de fuego
sobre el fresco rocío
de la mañana,
que formaba en los valles
mantos de grana.
Sacuden las ovejas
sus cencerrillos,
y en el prado retozan
los corderillos,
que del rústico valle
sobre la hierba
forman jugueteando
linda caterva.
Al cielo sube el humo
de los hogares,
los gallos ya despiertan
con sus cantares,
y sacude la hermosa
Naturaleza
el tranquilo letargo
de su pereza.
***
Dejé el mullido lecho
con alegría,
cuando apenas rayaba
la luz del día;
carguéme diligente
con la escopeta,
y como siempre ha sido
medio poeta,
al nacer del gran Febo
la luz primera,
ya estaba yo en la hermosa
Fuente Vaquera...
Fuente en cuyas orillas
cantan amores
tórtolas, colorines
y ruiseñores.
Ocultéme en la margen
con el follaje,
y viendo las delicias
de aquel paisaje,
esperé silencioso
bajo la fronda,
viendo correr las aguas
onda tras onda...
***
Siguió el sol elevándose
resplandeciente,
y era ya tan molesta
su luz ardiente,
que, a medida que el astro
más se elevaba,
todo se iba durmiendo,
todo callaba.
Se inclinan en su tallo
todas las flores,
rendidas por los rayos
abrasadores,
y las aves se esconden
en las encinas
que a la tranquila fuente
crecen vecinas.
Sólo se escucha a veces,
del fresco viento,
las ráfagas que lanza,
sonoro y lento...
El agua, que su curso
nunca suspende...
El rumor de una hoja...
que se desprende...
El pïar apagado
de alguna alondra,
que entre las verdes matas
busca una sombra...,
y los ecos lejanos
de los zumbidos
de insectos, que en los aires
vagan perdidos...
Lejos de la apacible
Fuente Vaquera,
que corre por el valle
tan placentera,
existe un solitario
y oscuro monte,
que encierra los confines
del horizonte.
Al compás de las auras,
lenta se inclina
altiva, corpulenta
y añosa encina,
y entre sus verdes ramas
aprisionado
tiene una tortolilla
su nido amado.
En él está arrullando,
dulce y sonora,
a los amantes hijos
a quien adora,
gozando en su coloquio
de las delicias
que sus hijos le endulzan
con sus caricias.
El calor la atormenta,
la sed la abrasa,
y dejando con pena
su pobre casa,
les dio con un arrullo
la despedida
a los hijos queridos
que eran su vida;
batió sus puras alas
tendió su vuelo
cruzó por los espacios
del ancho cielo,
y pensando en sus hijos,
se fue ligera
a beber a la clara
Fuente Vaquera.
¡Ay! ¡Dónde irá esa madre
tierna y sencilla!...
¡Dónde irá tan ligera
la tortolilla,
mirando a todas partes,
amedrentada,
al verse sola y lejos
de su morada!...
¿Por qué deja sus hijos
abandonados,
y ella, cruzando espacios
tan dilatados,
va surcando los aires
rápidamente
a beber en las aguas
de aquella fuente?...
¡Pobre madre, si, ansiosa,
vuelve a su nido
y sus amantes hijos
ya se han perdido!...
¡Pobres hijos, si, a causa
de abandonarlos,
no volviera su madre
nunca a arrullarlos!...
Por el verde follaje
casi cubierto,
yo, casi más que un vivo,
parezco un muerto,
y mudo y silencioso
presto mi oído
al eco que produce
cualquiera ruido.
Al columpiar las hojas
el viento blando,
pájaros me parecen
que van volando,
y con mi diestra mano
nerviosa, inquieta,
alzo la curva llave
de la escopeta.
Sobre la verde copa
de vieja encina,
que cubre aquella fuente
tan cristalina,
una tórtola hermosa
paró su vuelo,
mirando la corriente
del arroyuelo.
Lanza su blando pecho
tiernos arrullos,
que no imita la fuente
con sus murmullos,
y a los lados humilde
mira asustada,
débil, inquieta, esquiva
y amedrentada.
Tendió después su vuelo
pausadamente,
y al llegar a la orilla
de la corriente,
sobre la verde alfombra
lenta se posa,
débil y acobardada,
triste y medrosa.
Dirige luego el paso
tímidamente
hasta tocar la margen
de la corriente,
donde, el agua fingiendo
cuadros de plata,
le recoge su imagen
y la retrata.
Yo, silencioso, en tanto
que la espiaba,
mi artística escopeta
ya preparaba,
y ocasión esperando,
cual diestro espía,
afiné cuanto quise
la puntería.
Disparé... ¡Sonó el tiro
ronco, tremendo!...
El arroyuelo manso
siguió corriendo.
El viento entre las hojas
siguió sonando
con un eco apacible,
sonoro y blando...
¡Y vi la tortolilla,
que ya sufría
las tristes convulsiones
de la agonía!...
Cogí tan apreciado
tierno despojo;
su hermoso pecho estaba
de sangre rojo,
rojas las aguas puras
del arroyuelo,
que corrían llorando
con triste duelo,
y mis ardientes manos
también manchadas
de sangre, enrojecidas
y salpicadas.
Con ellas oprimía
su pecho blando:
sus latidos se iban
amortiguando,
y cerraba sus ojos
pausadamente,
su cabeza inclinando
lánguidamente...
Yo vi en sus turbios ojos
el sentimiento
y las fieras angustias
de su tormento,
porque del nido lejos
agonizaba
y a sus pobres hijuelos
solos dejaba.
Conocí en sus miradas
bien claramente
esa inquieta agonía
del inocente,
que sufre los rigores
de su destino
muriendo por las manos
de un asesino.
Aquella pobre madre
casi expirante
era la madre tierna,
la madre amante,
que a sus hijos no pudo
darles en vida
una lágrima dulce
de despedida.
Y aquella tierna madre,
cuando sufría
la convulsión postrera
de la agonía,
me dijo con sus ojos
casi nublados
que dejaba dos hijos
abandonados.
Yo comprendí lo injusto
de aquella muerte;
mas la víctima estaba
fría e inerte...
y una lágrima amarga
por mi mejilla
rodó, cuando vi muerta
la tortolilla.
Desde entonces no quiero
que un inocente
de alguna injusta muerte
se me lamente,
y diga con sus ojos
casi nublados
que deja sus hijuelos
abandonados.
Y en vez de estar cazando
la tarde entera
junto a la cristalina
Fuente Vaquera,
voy a ver cómo en ella
cantan amores
tórtolas, colorines
y ruiseñores,
y cómo de aquel monte
sobre las lomas
arrullan solitarias
blancas palomas.
San Saturnino, julio de 1889



Los dichos del tío Fabián
Pues, señor, el otro día
vino un tío a visitarme
y sigue con la manía
de venir a marearme.
Con su charla singular
la sangre misma me enciende;
charla y charla sin cesar,
¡pero cualquiera lo entiende!...
Tiene él un prado inmediato
a una linda huerta mía,
y ayer fui a su casa un rato
a ver si me lo vendía.
«Tío Fabián, vamos a ver
-le dije con claridad-:
¿usted me quiere vender
el prado de la hermandad?»
«Si lo vende, hago una puerta
para mi huerta lindante,
mas si usted quiere mi huerta,
yo se la vendo al instante.»
El tío Fabián sonrió,
con aire ufano y sencillo;
después tosió, se rascó
y escupió por el colmillo.
Y echando al fuego unos palos,
me contestó el tío Fabián:
«que los tiempos andan malos...;
que patatín..., que patatán...».
«Deje esa palabrería
y piense bien la cuestión:
¿quiere usted la huerta mía?
La vendo sin dilación.
«Las dos fincas valen poco,
más pudiéndolas juntar,
resulta, o yo me equivoco,
una finca regular.»
Y con palabra calmosa
el tío Fabián se resuelve
a decir: «Que esa es la cosa,
que torna..., que vuelve...»
«Dígame usted sin rodeos
cuáles son sus intenciones
y cuáles son sus deseos,
proyectos y aspiraciones.
«Claridad pretendo yo
y usted en divagar se empeña;
¡pero dígame sí o no
como Cristo nos enseña?»
Y el tío Fabián sin piedad,
de mis casillas me saca
diciendo que es la verdad...,
«que toma..., que daca...»
«¡Ay tío Fabián, concretemos,
y entendámonos, por Dios,
o locos nos volveremos
de esta manera los dos!»
«En forma clara y abierta
la cuestión le he planteado:
o me vende usted el prado
o me compra usted la huerta.»
«Y si nada ha de querer,
dígame sin vacilar
que no quiere usted vender
y no quiere usted comprar.»
Pues tras estos alegatos
diciéndome el hombre sale,
que donde hay hombres, hay tratos...,
«que zumba... que dale».
«Si eso está bien, tío Fabián;
mas es charlar tontamente,
y yo no sé a qué ese afán
de salir por la tangente.
«Yo me traigo mis cuartitos
si es que el prado he de comprar,
y nombrando dos peritos
que lo vayan a tasar.»
Pero el tío Fabián me ataja
diciendo con gran trabajo
que su prado es una alhaja...,
«que arriba... que abajo...».
«Yo pagaré lo que valga
si el prado tan bueno es;
pero, por Dios, no me salga
con otra tecla después.
«Eso del valor del prado
los peritos lo dirán
y es asunto terminado;
¿comprende usted, tío Fabián?»
Y el tío Fabián no comprende
y dice que velaí...
que la gente así se entiende...
«que por aquí... que por allí...».
«¡Cuidado que es pesadez!;
tío Fabián, tengo que irme;
dígame usted de una vez
lo que tenga que decirme.
«Usted está en las Batuecas,
pero a ver si ahora me entiende;
contésteme usted a secas:
¿vende el prado o no lo vende?»
Y contesta el muy pesado
que hogaño ha criao en el prado
la miaja e ganao y el potro...,
«que por este lado..., que por el otro...»
Pero ¿usted no puede hablar
de forma más apropiada?
¡si eso es charlar por charlar,
y charlar sin decir nada!...
«No hay más tiempo que perder:
el prado lo compro yo.
¿Me lo quiere usted vender?
¿Qué dice usted: sí o no?»
Y el hombre dice que el prao
se lo compró él a un sobrino...;
que fue medio regalao...,
que si fue..., que si vino...»
«Tío Fabián, me voy a ir,
y perdone si le ofendo,
pero no puedo sufrir
esa charla que no entiendo.»
«Quedamos en eso, ¿eh?
¿Me venderá usted el prado?
¿No es eso? ¿Qué dice usted?»
Y al verse el hombre acosado,
me dice con mucha flema
que se lo dirá a la tía...
y que esa es la su sistema...,
«que ya vería..., que ya vería...»

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