Yo no espero que nadie crea el extravagante
pero sencillo relato que me dispongo a escribir. Soy el Conde de
Rueda y mi vida transcurrió durante el Siglo diecinueve. Sí, soy el
último de mi estirpe. Y después de mí, la nada, en efecto,
queridos lectores, la nada más absoluta y cósmica. La familia se
extinguió como las postreras brasas de lo que había sido un fuego
vigoroso y ardiente, como las flores se marchitan con la llegada del
más crudo de los Inviernos.
No obstante, antes de que la mayor de las
desgracias se abatiera sobre mí, disfruté de una felicidad y una
dicha que parecía que iba a ser imperecedera. En la época de mayor
esplendor de mi casa, en el ejercicio de mis funciones como Conde,
llegué a tener un reducido pero apreciable sequito de criados y una
esposa que representaba para mí a la mas virtuosa y bella de las
damas. La prosperidad en mis dominios era tal que la incalculable
cantidad de viñedos que poseía daban como fruto, a juicio de los
catadores más cualificados y prestigiosos, el mejor de los vinos que
se fabricaba en España, y mis jornaleros igualmente se contaban
entre los más competentes y trabajadores del País.
Yo era un Conde prudente y jovial, amado por mi
esposa y respetado por mis súbditos. Y cuando impartía justicia,
todos respetaban mis sentencias con singular respeto. Sin embargo,
llegó un año, un año auténticamente maldito, en el que una cadena
de terribles desgracias pudo conmigo tanto física como mentalmente.
A la Primavera, cuando los días del calendario
marcaban ya que se debía comenzar con la siembra de la vid, una
serie de fuertes tormentas destrozaron los campos. Yo, afectado en
gran medida por la noticia, dejé de ser el mismo. Donde antes era
afable y generoso, me volví huidizo, esquivo, huraño. Dejé de
dirigir mi negocio y mi hacienda con sensatez, y mi esposa, a la que
antes prodigaba en atenciones, la comencé a ignorar, como si tuviera
la peor de las pestes.
Cada vez con mayor frecuencia, me fui
encerrando por las noches en un cuarto pequeño y oscuro, anexo a la
cocina. Allí, cada vez que una jornada tocaba a su fin y una vez que
me aseguraba que tanto los criados como mi esposa se habían marchado
a descansar a sus aposentos, me recluía con una botella de absenta y
encendía una vela.
La decadencia de mi noble casa se fue haciendo
progresivamente más honda, más profunda y los criados, tentados por
otros Aristócratas, no cesaban de desertar de mi lado.
Y llegó el fatídico día en el que mi esposa,
mi mujer, me confesó su infidelidad. Yo me había encerrado, como de
costumbre, en mi nuevo y reducido hogar, en el cuarto oscuro. Mi
esposa abrió la puerta y me reveló que estaba cansada de esperarme
por las noches, que ella necesitaba un hombro sobre el que apoyarse y
desahogar sus penas por el declive del que un día no muy lejano fue
un rico Condado. Al no obtener el adecuado alivio a su sufrimiento en
su esposo, se había enamorado del último de los criados que se
había resistido a abandonar la casa, un joven atractivo y apuesto.
Hecha esta confesión, mi afligida mujer me
volvió a dejar sólo, sometido al dictado de mis más siniestros y
lúgubres pensamientos. Embargado por la rabia, empecé a beber
absenta de forma compulsiva y a gritar, lanzando todo tipo de
insultos y menosprecios contra ella. Pero no se dio por enterada. Me
había abandonado para siempre.
Aquella noche, la embriaguez me condujo al
sopor más grande que mi deteriorada memoria por los excesos etílicos
era capaz de rememorar. Y a la mañana siguiente me desperté
sobresaltado con una única obsesión: Encontrar a mi esposa y
propinarle el castigo que se merecía por su adulterio. Registré
toda la casa y no halle ni rastro del amante, del joven criado, ni de
mi esposa. Estuve maldiciéndola una y mil veces pero, a decir
verdad, nunca me resultaron suficientes.
Completamente destrozado en mi físico y en mi
moral, demolido por la tristeza y exhausto, volví mis pasos hacia el
cuarto oscuro, y allí me encerré ya para siempre, con un collar que
mi esposa había olvidado en su huida y con varias botellas de
absenta.
En esos días aciagos no hice otra cosa que no
fuera beber, gritar hasta la extenuación, agarrar con violencia el
collar, como si aquel gesto me fuera a devolver a mi esposa, y
dormir, dormir sumergiéndome en unos sueños negros y agitados.
Aquellas jornadas frenéticas acabaron por
consumir toda mi energía. En el momento culminante de mi agonía,
moví la única vela que me quedaba con las manos y descubrí,
alterado, un precioso vestido de color morado que, sin duda,
pertenecía a mi esposa. Esperanzado, me arrastré hacia él, pues
creí ver su cara coronándolo. Pero era el alcohol el que estaba
provocando mi confusión. Agarré, abrazando con pasión las enaguas
del vestido y después subí hasta el talle. De repente, sentí como
mi cabeza me comenzaba a dar vueltas y más vueltas, con la cara de
mi esposa apareciendo y despareciendo a un lado y otro.
Hasta que agobiado por aquella inhumana
sensación, me lance a beber de un trago el escaso contenido que
quedaba ya en la última botella de absenta. Y, en ese instante,
alcancé el límite de mi resistencia, mejor dicho, lo sobrepasé. Mi
cuerpo cayó hacia atrás y mi cabeza se golpeó contra el frío
suelo. Varios hilillos de sangre se entremezclaron por las baldosas.
A la mañana siguiente, a instancias de unos
campesinos, vecinos míos, que habían denunciado mi desaparición,
al no haber vuelto a frecuentar las tierras correspondientes a mis
dominios, los Agentes de la Autoridad, las Fuerzas locales del Orden
Público, accedieron a mi casa y me hallaron muerto en aquel tortuoso
cuarto oscuro que había sido mi última morada. Todos ellos no
pudieron evitar retroceder al contemplar mi cadáver, pues tenía el
collar enredado entre mis dedos y los ojos abiertos al máximo.
Y aquel fue mi triste final, el final del que
fuera el Noble más distinguido y afortunado de España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario