Como si los cocodrilos no llorasen.
Con la misma regla oblicua del planchado,
pistola al cinto, madrugón de polainas, encanto en la forma de ponerse el
fieltro y todo aguamarina dulcificando el cuello, oloroso como un macho en la
opulencia, Juanito el búcaro llegó en su viejo Mercedes tocando el claxon, muy
distante de la sorpresa que le deparaba la más nueva de las hijas del señor
alcaide.
Nadie sino el propio engendro, el maligno en
sus ascuas de más pompa, pudo haber planificado semejante humillación: Domingo
el bandido colgando bocabajo, sin camisa, sin zapatos, amarrado de una pata,
goteándole como un puerco la mirada aterrada ante el espectáculo de su propio
infortunio que es haberse resbalado en el intento de fuga de aquella habitación
tan atrayente para lo nupcial.
Suerte o revés lo de la hiedra en el barcón, se
hubiese partido el coco de haber caído al suelo tamaño intestino humano, cosa
al parecer preferible dadas las circunstancias en la que todo el barrio
aguardaba que procediese un hombre con tantas ventajas y muy herido en lo
propio como lo era el búcaro.
Pero el búcaro no hizo nada, ni le prestó
atención a la muchedumbre, ni se inmutó con el bandido: Tomó sus llaves cuando
parqueó el vehículo, entró por la puertecita de hierro y esperó tranquilo a que
la Mini bajase y le abriera la puerta, cosa que ella hizo con una naturalidad
que metía miedo.
Unos minutos más tarde, Juanito el búcaro salió
con un machete en la mano y una escalera en la otra, afianzándola en la pared
en un “noble” intento de rescate, pero Domingo, muy inmundo en orines,
cadavérico de tan pálido y gritando como chivo, logró zafarse del pie
rompiéndosele la madre ante los ojos de todos.
Igual lo vio caer el búcaro (desmontando la
escalera, envainando su machete, entrando por la puerta y sin volver a salir,
sino para irse como un hombre satisfecho y sin prejuicios mayores).
Sin embargo el bandido, llevado en parihuela a
la sala de emergencias de la clínica rural, perdió los dientes delanteros,
media nariz, la muñeca izquierda y una que otra raspadura en el hombro y las costillas,
además de perder el mote de “bandido” pues ya los tigueres del barrio
comenzaron a llamarle “Domingo Pipiolo” por alguna razón que desconocemos.
-- Jimmy Valdez
Ridgewood, NY
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