CURSO DE COCINA LITERARIA
“Curso de cocina” es el título de una hermosa canción de mi amigo Colt Trane, el músico más fecundo y tornado que ha dado este país en los últimos años, lo que pasa es que a él le puede más la autofagia creativa, y antepone eso a enseñarse mucho a pesar de que es feliz en la instantaneidad en que se comparte.
Me viene a la memoria esta canción al dejar pasar los ojos sobre el libro de Ignacio Bellido y Norma Duch, que es una mixtura, una macedonia, una suma, un amancebamiento de ingredientes literarios a la altura solamente de los grandes, y más si se tiene en cuenta que la mezcolanza de géneros se ha hecho a cuatro manos.
Yo estoy seguro de que a Ignacio Bellido esto no le ha costado la vida sino al contrario: ha disfrutado de la creación porque es un vividor y si alguien se sabe su vida y la de los demás, es él. Y si de su mano y al lado va Norma Duch es por algo.
Desde la primera línea te asalta una perplejidad y un regocijo de caballo. Lo digo por la forma, Ignacio Bellido y Norma Duch te llevan en el carro de Elías, pero en sentido contrario, hacia la pluma de ave del Siglo de Oro.
La prosa es exactamente esa, con lo difícil que es revivir fuera del contexto de aquellos años y en la época donde todas las galaxias parecen vecinas, una forma narrativa que te ponga contento y que te sorprenda más que un conejo saltando de mata en mata.
Hay en “Andanzas y decires de Leonardo y Barbarello” no sólo una convergencia de elementos aparentemente heterogéneos como la narrativa y la lírica con sus tiempos perfectamente delimitados, sino una fiesta del idioma, con su atisbo de ironía, de una arcadia socializada, una ausencia de crueldad en el ambiente, una paciencia expresiva, una serenidad inseparable de la estética que te lleva inevitablemente a entrelazar momentos, lugares y tiempos como en un viaje de caballerías que va de Salamanca a Nueva York desde la ensoñación de Barcelona.
Y en ese viaje literario, con la frondosidad imaginativa de Ignacio y Norma, ocurren cosas.
Pero no cosas de una memez inaudita, como en la novela de María Dueñas “El tiempo entre costuras”, donde a la endeblez de una estructura asumible hay que contar con la militancia de lo inverosímil donde se mezcla la sacarina de la aguja aventurera con la presencia de tintes históricos. Hay que ver el trabajo que tuvieron que hacer los guionistas para convertir una mediocridad (es mejor escribir una mala novela que una novela mediocre) en una serie digna o al menos digerible.
Uno ya está acostumbrado a que ocurran estas cosas en la literatura, capaz de vivir fugacidades que hacen millonaria de vez en cuando a alguna María, pero no asumir a María Dueñas como una escritora con la urdimbre de un futuro más allá de pasado mañana. Si admitimos esto, tendremos también que convenir en que E.L. James es equiparable a la maestría erótica de D. H. Lauwrence.
“Andanzas y decires de Leonardo y Barbarello” es un juego laberíntico donde sin embargo todo tiene sentido y nunca parece una montaña rusa, porque las diversas formas de contar (como los poemas, muy buenos) manan de forma natural, y hasta la erudición tiene su sitio. Y esto no es fácil de conseguir, hace falta saberse el oficio de escritor y ejercerlo para que el lector se crea el libro.
Yo pienso que Ignacio Bellido y Norma Duch no han buscado con este libro la distensión del lector, sino nutrirlo. Y para ello no han acudido a la barroca acumulación de sucesos sino a la sencillez campechana de un cierto manierismo.
A medida que avanza el río de lectura sabes dos cosas: que el carro de Elías va hacia atrás, pero no buscando tocar los senos de la nostalgia a ver si se yerguen y resucita la vida, no. Eso no, porque la solera de los escritores y su complicidad con la experiencia no le deja caer en la tentación de querer vivir la misma vida dos veces. Y la otra, que hay lectores destinados a implicarse desde la emoción en este firmamento que Ignacio y Norma han construido para ellos. (Quizás no hubo un Centenera, sino dos: los hermanos Centenera).
Hay en el libro paisajes y nombres que duelen, pero que son necesarios. Ajusticiar la desmemoria de algunos resulta que es lo que toca, y este libro también va de eso. Enseña calles, ciudades, casas, la casi secretud de otros libros, pero también la inevitable vida de algunos muertos que salen del olvido obsceno como el hambre del amor y el ansia quizás de Ignacio Bellido para que Norma los sepa, para que los sepan todos, para que se hagan reconocibles ante el lector que con la boca abierta derribe el silencio terrible de sus verdugos.
El libro es un viaje al interior de uno mismo, pero también a sus alrededores para expandirse con el gusto de la buena literatura que cuenta cosas y tiempos no oxidados sino lleno de pulmones antiguos y nuevos. Así resulta imposible aburrirse.
A todos los prisioneros les gusta mucho viajar, y mucho más a los condenados a cadena perpetua. A mí me nacieron mi vocación de águila y mi amor por América justo en ese momento, en los años de cautiverio de la sierra de los helechos. Pero la América que he encontrado en el libro no es la de mi imaginación sino otra: qué más da, nadie está lleno y no sobra nunca ningún amor, o una relación con la tierra extraña que te aproxime a él.
Alguien podría pensar que hay un choque de trenes entre la charleta de la prosa y la juventud que aparece en cada comando de la lírica: en absoluto. Las dos se retroalimentan, y también son una buena barrera para que el autor de la prosa se ensañe consigo mismo en un ensimismamiento que casaría muy mal con el optimismo tan propio del libro.
Un libro que bien podría ser una crónica sentimental, un recorrido por el mundo subterráneo de cualquier individuo que va más allá de pensarse despacio al amor de la lumbre. Ya no quedan chimeneas, desechemos por tanto esto último también.
Porque si algún rastro autobiográfico hay en él, no se repliega sino que se expande, se enseña y se comparte. Hay cosas que no se pueden evitar, incluso desde la perspectiva lectora: no existe indiferencia ante un niño o la ternura de un viejo.
Pero eso puede eludirse, o esquivar al menos un alarde en torno a lo que hemos sido, si llenamos la memoria de historias y la sacamos a flote con una cierta ironía que da la tranquilidad de saber que has vivido para algo y no para nada.
Me parece que me estoy saliendo del libro, porque acercarse a él resulta muy aconsejable, pero se hace muy bien su digestión si te dejas llevar de la mano despacio, como para alargar su existencia.
Tal vez tendría que decir que el libro es una experimentación creativa dentro de la literatura en todos sus géneros, y en este sentido no hace falta ninguna clasificación: basta saber que después de leerlo seremos más felices y sabremos mucho más.
Y que nadie que lo lea se llevará las manos a la cabeza, sino todo lo contrario, al ver juntos al fraile de Tentenecio, a Obama, a la poesía, la música y Central Pak, yendo y viniendo del verraco ibérico a Wall Street, pasando por Lennon. Y todo por escribir juntos un gran poema.
El otro día en la legendaria librería Alberti de Madrid oí decir al presentador de un libro que los hay tan soberbios que escriben más del libro que el propio autor. Me parece que quería decir que no hay que apropiarse de lo que no es tuyo, ser comedido, y no tan parlanchín como yo.
Me cuesta callarme cuando se me calienta la lengua ante un buen libro, pero hago caso al consejo y ya me paro. Es la hora de mi bajamar y de la pleamar del libro.
(“Andanzas y decires de Leonardo y Barbarello puede encontrarse en internet enLulu.com).
Me viene a la memoria esta canción al dejar pasar los ojos sobre el libro de Ignacio Bellido y Norma Duch, que es una mixtura, una macedonia, una suma, un amancebamiento de ingredientes literarios a la altura solamente de los grandes, y más si se tiene en cuenta que la mezcolanza de géneros se ha hecho a cuatro manos.
Yo estoy seguro de que a Ignacio Bellido esto no le ha costado la vida sino al contrario: ha disfrutado de la creación porque es un vividor y si alguien se sabe su vida y la de los demás, es él. Y si de su mano y al lado va Norma Duch es por algo.
Desde la primera línea te asalta una perplejidad y un regocijo de caballo. Lo digo por la forma, Ignacio Bellido y Norma Duch te llevan en el carro de Elías, pero en sentido contrario, hacia la pluma de ave del Siglo de Oro.
La prosa es exactamente esa, con lo difícil que es revivir fuera del contexto de aquellos años y en la época donde todas las galaxias parecen vecinas, una forma narrativa que te ponga contento y que te sorprenda más que un conejo saltando de mata en mata.
Hay en “Andanzas y decires de Leonardo y Barbarello” no sólo una convergencia de elementos aparentemente heterogéneos como la narrativa y la lírica con sus tiempos perfectamente delimitados, sino una fiesta del idioma, con su atisbo de ironía, de una arcadia socializada, una ausencia de crueldad en el ambiente, una paciencia expresiva, una serenidad inseparable de la estética que te lleva inevitablemente a entrelazar momentos, lugares y tiempos como en un viaje de caballerías que va de Salamanca a Nueva York desde la ensoñación de Barcelona.
Y en ese viaje literario, con la frondosidad imaginativa de Ignacio y Norma, ocurren cosas.
Pero no cosas de una memez inaudita, como en la novela de María Dueñas “El tiempo entre costuras”, donde a la endeblez de una estructura asumible hay que contar con la militancia de lo inverosímil donde se mezcla la sacarina de la aguja aventurera con la presencia de tintes históricos. Hay que ver el trabajo que tuvieron que hacer los guionistas para convertir una mediocridad (es mejor escribir una mala novela que una novela mediocre) en una serie digna o al menos digerible.
Uno ya está acostumbrado a que ocurran estas cosas en la literatura, capaz de vivir fugacidades que hacen millonaria de vez en cuando a alguna María, pero no asumir a María Dueñas como una escritora con la urdimbre de un futuro más allá de pasado mañana. Si admitimos esto, tendremos también que convenir en que E.L. James es equiparable a la maestría erótica de D. H. Lauwrence.
“Andanzas y decires de Leonardo y Barbarello” es un juego laberíntico donde sin embargo todo tiene sentido y nunca parece una montaña rusa, porque las diversas formas de contar (como los poemas, muy buenos) manan de forma natural, y hasta la erudición tiene su sitio. Y esto no es fácil de conseguir, hace falta saberse el oficio de escritor y ejercerlo para que el lector se crea el libro.
Yo pienso que Ignacio Bellido y Norma Duch no han buscado con este libro la distensión del lector, sino nutrirlo. Y para ello no han acudido a la barroca acumulación de sucesos sino a la sencillez campechana de un cierto manierismo.
A medida que avanza el río de lectura sabes dos cosas: que el carro de Elías va hacia atrás, pero no buscando tocar los senos de la nostalgia a ver si se yerguen y resucita la vida, no. Eso no, porque la solera de los escritores y su complicidad con la experiencia no le deja caer en la tentación de querer vivir la misma vida dos veces. Y la otra, que hay lectores destinados a implicarse desde la emoción en este firmamento que Ignacio y Norma han construido para ellos. (Quizás no hubo un Centenera, sino dos: los hermanos Centenera).
Hay en el libro paisajes y nombres que duelen, pero que son necesarios. Ajusticiar la desmemoria de algunos resulta que es lo que toca, y este libro también va de eso. Enseña calles, ciudades, casas, la casi secretud de otros libros, pero también la inevitable vida de algunos muertos que salen del olvido obsceno como el hambre del amor y el ansia quizás de Ignacio Bellido para que Norma los sepa, para que los sepan todos, para que se hagan reconocibles ante el lector que con la boca abierta derribe el silencio terrible de sus verdugos.
El libro es un viaje al interior de uno mismo, pero también a sus alrededores para expandirse con el gusto de la buena literatura que cuenta cosas y tiempos no oxidados sino lleno de pulmones antiguos y nuevos. Así resulta imposible aburrirse.
A todos los prisioneros les gusta mucho viajar, y mucho más a los condenados a cadena perpetua. A mí me nacieron mi vocación de águila y mi amor por América justo en ese momento, en los años de cautiverio de la sierra de los helechos. Pero la América que he encontrado en el libro no es la de mi imaginación sino otra: qué más da, nadie está lleno y no sobra nunca ningún amor, o una relación con la tierra extraña que te aproxime a él.
Alguien podría pensar que hay un choque de trenes entre la charleta de la prosa y la juventud que aparece en cada comando de la lírica: en absoluto. Las dos se retroalimentan, y también son una buena barrera para que el autor de la prosa se ensañe consigo mismo en un ensimismamiento que casaría muy mal con el optimismo tan propio del libro.
Un libro que bien podría ser una crónica sentimental, un recorrido por el mundo subterráneo de cualquier individuo que va más allá de pensarse despacio al amor de la lumbre. Ya no quedan chimeneas, desechemos por tanto esto último también.
Porque si algún rastro autobiográfico hay en él, no se repliega sino que se expande, se enseña y se comparte. Hay cosas que no se pueden evitar, incluso desde la perspectiva lectora: no existe indiferencia ante un niño o la ternura de un viejo.
Pero eso puede eludirse, o esquivar al menos un alarde en torno a lo que hemos sido, si llenamos la memoria de historias y la sacamos a flote con una cierta ironía que da la tranquilidad de saber que has vivido para algo y no para nada.
Me parece que me estoy saliendo del libro, porque acercarse a él resulta muy aconsejable, pero se hace muy bien su digestión si te dejas llevar de la mano despacio, como para alargar su existencia.
Tal vez tendría que decir que el libro es una experimentación creativa dentro de la literatura en todos sus géneros, y en este sentido no hace falta ninguna clasificación: basta saber que después de leerlo seremos más felices y sabremos mucho más.
Y que nadie que lo lea se llevará las manos a la cabeza, sino todo lo contrario, al ver juntos al fraile de Tentenecio, a Obama, a la poesía, la música y Central Pak, yendo y viniendo del verraco ibérico a Wall Street, pasando por Lennon. Y todo por escribir juntos un gran poema.
El otro día en la legendaria librería Alberti de Madrid oí decir al presentador de un libro que los hay tan soberbios que escriben más del libro que el propio autor. Me parece que quería decir que no hay que apropiarse de lo que no es tuyo, ser comedido, y no tan parlanchín como yo.
Me cuesta callarme cuando se me calienta la lengua ante un buen libro, pero hago caso al consejo y ya me paro. Es la hora de mi bajamar y de la pleamar del libro.
(“Andanzas y decires de Leonardo y Barbarello puede encontrarse en internet enLulu.com).
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