Javier Krahe llegó a los sagrados
gustos de mi esencia de la mano amada de mi hermano Keisy Montas: “La tormenta”
trajo al “cuervo ingenuo” y luego a “La hoguera” en un festín de
descubrimientos satíricos hoyados sin el hedor del cloroformo y esas vísceras ardientes que es el “ocuparnos
del mar” mientras nos preguntábamos lo evidente, el paradero a traición de una
maleta, “la más cara, la de piel” por
esos “Caminos del señor”.
Blasfemo al fin, y pretendiendo ser
ese acólito empedernido de las veneraciones, dediqué a la blanquecina barba de
sus huesos (los de Krahe) mi libro Cadáveres para el tiempo, edición tartamuda
y sin gracia de dos poemas para la intestina iniquidad del trastorno bipolar tan
gozoso en mí.
Krahe se ha ido, como se fue en el
mismo vuelo el maestro Ramón Oviedo, máxima figura del arte pictórico dominicano,
latinoamericano y del mundo. Sobre Oviedo se puede decir tantas cosas
admirables con ese orgullo patrio de lo imprescindible, lo trascendente, lo
humano.
No hay abandono, no hay orfandad
posible en la marcha de esos dos trastos viejos (cuyas nervaduras llevamos
dentro, admirablemente dentro) con esencia de lo posible, lo cosmogónico, la
belleza humana del eterno presente, sus lunas y pedradas…
En fin, y en estos días de andanza por
el Canadá (bares gais para la pesca de lesbianas) tanto Oviedo como Krahe (uno
en la radio, el otro en la oficina de un amigo director de teatro) anduvieron
conmigo como cosas de la vida, esta que nos han prestado para hacer o deshacer
(o ser, como el primo Miguel, siempre acomodado en un sillón, a la espera del Mana).
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