NO VOLVERÉ A LA CIUDAD
MUERTA
Aquella ciudad tenía las
calles rubias
y la bendición de los
rectores desterrados
que desde el bronce
lanzaban versos de nostalgia
en las placitas con monjas
buscavidas.
Por la cadencia de sus
tardes se derrumbaba
la flor de las estudiantes
y el dulce
palpitar de los hechizos,
piedras
milenarias que conciliaron
tantos fuegos.
Ya está lejos el espíritu
insumiso de la adolescencia
desde donde la vieja dama
se enamoraba del río,
cuando el verano se
cortaba las venas por la tarde.
Nunca volverá sobre sus
pasos:
le nacieron aluviones de
hijos impropios
y un laberinto plebeyo de
incuria.
Cuarenta años después
este amor sabe a derrota
y en la penumbra de los
siglos, la madre vetona
sonríe a la historia con
el equilibrio de la muerte.
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