Alquilo un café, sus borras marchitas de
lectura vidente, el pozuelo abrazado a las manos, el mapa surcando vestigios de
imposibles desenlaces. Alquilo la gordinflona boca sibilina, un acicalado
amarillo de flores en el pelo coronando lo esquivo (la lumbre de la cera, el
oficio mendrugo de unas pupilas: campanilla de invocación, sándalo profeta,
bestiario de páginas a procrear, abrigo roto del traspatio).
Me poso en el más desvencijado de los bancos.
La mujer se esfuerza en mentir; noto en su nariz el crecido puntiagudo de los
pinos (es cuando y para mis adentros pronuncio la incierta y manida carcajada, el
sorbo numismático fabricado de señuelos).
La mujer respira un inteligible océano de confusiones;
se levanta de su sitio, saca de sus senos los pesos recibidos (los coloca frente
a mí, ordena que me vaya).
-Usted
no me ha dicho nada.- le exijo. -¡Váyase, se lo ruego!- implora la
mujer con lágrimas en los ojos. (Todo se detiene mientras en lo
interior se
apilan los abismos, las cerradas puertas del horror).
–Hágame un favor, jamás vuelva.-
Y así, traicionando yo mis pasos, avanzando sin
despedida, regreso a las páginas de mi hotel donde nada tiene sentido, donde
todo queda en la insolvencia, donde insisto en preguntarme con irrupción fragante,
si es que la mujer me habrá reconocido.
-- Jimmy Valdez Osaku
Ridgewood, NY
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