Miro dentro,
veo los azules muebles del verano
(menesterosos objetos circundantes, surcillos de poliéster, la cruz de un
madero). Miro con la asmática osadía de los equilibristas, con el betún sigiloso
de lo agreste, con la noche de mi cuerpo, con el día de todas las tormentas avisadas
en la radio, con el desposo solar de la bruma.
Miro y veo un sinfín de insondables
estalactitas, un tapiz, la moldura de caracol que sube o baja desde el tercer
piso. Una butaca imperial, una jaula, dos perros de cerámicas al acecho; un
cuervo blanco, otro cuervo negro, un plato con lentejas, una cuchara.
Miro el esguince extraño de un torso, lo
inesperado en el ojo lúcido y poseso, un cuaderno de apuntes, un rombo, la cosa
parecida a unos rieles por las que va pasando un tren de carga (miro entonces a
todos lados, sin equivocación alguna, sin pena mayor) me hundo en el túnel de
lo destemplado; reconozco esos dedos, esa mueca, ese acceso visceral que allí
dentro se respira.
Miro sin el tedio de las vedas, sin el temor de
lo punzante. Abro mi mano dejándola tendida en el aire. Ella se posa, lame sus
patas (la mosca vuelve a volar) mi reflejo se levanta, da la espalda. El más
roto de los espejos ha cumplido siete años.
Jimmy Valdez
Ridgewood, NY
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