Pedro J. Davila, profesor de larga data en el área
de Boston, al que conocí en Worcester,
vía el taller literario Julia de Burgos, me llamó en día sábado para hacerme la
siguiente pregunta -¿Por qué los autores como usted no se le entiende nada
de lo escrito?- Dejándome, por supuesto, muy sorprendido con semejante asunto a
quema ropa. El hombre, gracioso a mi entero juicio, ante los segundos en silencio
que dedique a recomponer las ganas de reír
de mi parte, agregó que tanto aquí, en los Estados Unidos, como en su natal
Puerto Rico, las obras poéticas dadas a conocer “no eran más que una sarta de imágenes
sin comunicado” al que se le daban premios que el propio jamás comprendería. Yo
le ofrecí lo más honesto de cuanto pude en el momento. Le riposté con una pregunta
humana, sencilla, amable -¿Sabe usted lo que me está preguntando?- pero el hombre insistía en sus argumentos, en
lo ininteligible de mis versos, en la incomprensión de la literatura tan
liberal; esa canta al mueble, a las sillas, al sexo, a la introspección desalmada
y propia. Al señor Davila, a quien recuerdo leer unas composiciones sobre el coquí
(décimas) en la tarde aquella de hace unas semanas, le dejé como repuesta lo
siguiente como punto y suspensivos -Ese
es su trabajo, apreciado amigo mío. Queda en usted, y no en el que escribe, interpretar el texto,
asumirlo, desentrañarlo, vivirlo.- Simplemente,
la poesía no se explica, se aprecia o se abandona. Entonces me dijo adiós, y yo
igual, ofreciéndole las antillanas bendiciones
de un jibaro, recité para mí uno de los
introitos de poema de Francisco Matos Paoli “YO ESTUVE un día aquí. Y es
borroso el recuerdo” (finales de la primaria, muy descalzo, en Mao).
Jimmy Valdez
Ridgewood, NY
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